Cuando
uno se desconecta de sí, se pierde. Y cuándo ocurre eso, es algo difícil de
determinar porque no somos conscientes plenamente de cada minuto de nuestra
vida, porque nos dejamos llevar por toda una serie de automatismos, patrones
tóxicos y la creencia de que tenemos que ser aceptados gracias a cada cosa que
pensamos, decidimos y hacemos; y esa necesidad de aprobación no es más que una
búsqueda desesperada de amor, necesario para nuestra supervivencia emocional.
Crecemos
dentro de un modelo social en el que no se nos valora individualmente per se,
como el ser que somos, sino por lo que demostramos con nuestras capacidades,
actitudes y comportamientos y eso genera mucha inseguridad y desasosiego, una
sensación de no ser dignos por nosotros mismos de
merecer lo que necesitamos, tanto, que ya de adultos confundimos la entrega
incondicional y a cualquier precio con el amor mismo.
Y el
amor está dentro de nosotros, nadie nos lo puede restar o añadir. Se hace
necesario percibirlo en nosotros y sólo la consideración compasiva y consciente
de uno mismo puede desarticular toda la barrera de defensas que construimos
durante nuestro pasado. Llegar a este punto y atravesarlo es muy doloroso.
Quizá uno pueda llegar a pensar que su vida está bajo control, pero hay un
momento que es clave: el auto-cuestionamiento. Cuando se da, se vive un punto
de inflexión, normalmente sin retorno; es como un abismo al que da miedo
asomarse, asusta y mucho y creemos que no seremos capaces de saltar, pero…
PODEMOS. Y al saltar, lo hacemos sin saber muy bien si habrá una red para
suavizar la caída… lo cierto es que llegamos directamente al infierno, no a
aquel que tenemos figurado bajo la moral castigadora católica; es un infierno
personal donde uno se mira, se conoce y reconoce y del que desesperadamente
quiere salir. Y éste actúa como espejo, como oportunidad para derribar antiguas
creencias; es un espacio para re-encontrarse (o encontrarse por primera vez) con
lo que se ES de verdad.
Vale
la pena dedicar un tiempo a pasear por las catacumbas, con la atención y la
mirada puestas dentro, bien dentro, para poder llegar a discernir lo propio de
lo ajeno, reconsiderarse y reconsiderar lo externo. En algún rincón, en algún
resquicio de ese infierno personal están la fuerza y el amor para conseguir esa
reconsideración propia, desde donde retomar la autoestima minada y
reconvertirla en instrumento de energetización de las emociones propias, y en
un dar desde el todo. Sin amarse a uno mismo, es imposible hacerlo a los demás.
El
mejor viaje de la vida de una persona es aquel que se hace hacia sí mismo, un
viaje colmado de aventuras y desventuras, encuentros y desencuentros, pero que
como cada viaje, nunca dejará indiferente. La sensación de renovación compensa
con creces todas las vicisitudes de emprender el camino, un camino que nunca
acaba. Una vez empieza, ya nada es igual, nada se detiene; la inmovilidad
personal adquiere un tono de transitoriedad, tan deseada como necesaria.
Aprender
a aceptar todo lo que somos y todo lo que portamos, es parte del aprendizaje. Y
eso incluye cada aspecto de la vida, cada átomo, cada respiración, cada cosa,
cada pensamiento. La vida es imprevisible y lo más que podemos hacer es
dejarnos fluir, vivenciar en la flexibilidad, aceptando lo que acontece, que no
resignándonos, y dejándonos sentir muy dentro la alegría, la tristeza, la
emoción…
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