sábado, 13 de octubre de 2012

Aceptación


Cuando uno se desconecta de sí, se pierde. Y cuándo ocurre eso, es algo difícil de determinar porque no somos conscientes plenamente de cada minuto de nuestra vida, porque nos dejamos llevar por toda una serie de automatismos, patrones tóxicos y la creencia de que tenemos que ser aceptados gracias a cada cosa que pensamos, decidimos y hacemos; y esa necesidad de aprobación no es más que una búsqueda desesperada de amor, necesario para nuestra supervivencia emocional.

Crecemos dentro de un modelo social en el que no se nos valora individualmente per se, como el ser que somos, sino por lo que demostramos con nuestras capacidades, actitudes y comportamientos y eso genera mucha inseguridad y desasosiego, una sensación de no ser dignos por nosotros mismos de merecer lo que necesitamos, tanto, que ya de adultos confundimos la entrega incondicional y a cualquier precio con el amor mismo.

Y el amor está dentro de nosotros, nadie nos lo puede restar o añadir. Se hace necesario percibirlo en nosotros y sólo la consideración compasiva y consciente de uno mismo puede desarticular toda la barrera de defensas que construimos durante nuestro pasado. Llegar a este punto y atravesarlo es muy doloroso. Quizá uno pueda llegar a pensar que su vida está bajo control, pero hay un momento que es clave: el auto-cuestionamiento. Cuando se da, se vive un punto de inflexión, normalmente sin retorno; es como un abismo al que da miedo asomarse, asusta y mucho y creemos que no seremos capaces de saltar, pero… PODEMOS. Y al saltar, lo hacemos sin saber muy bien si habrá una red para suavizar la caída… lo cierto es que llegamos directamente al infierno, no a aquel que tenemos figurado bajo la moral castigadora católica; es un infierno personal donde uno se mira, se conoce y reconoce y del que desesperadamente quiere salir. Y éste actúa como espejo, como oportunidad para derribar antiguas creencias; es un espacio para re-encontrarse (o encontrarse por primera vez) con lo que se ES de verdad.

Vale la pena dedicar un tiempo a pasear por las catacumbas, con la atención y la mirada puestas dentro, bien dentro, para poder llegar a discernir lo propio de lo ajeno, reconsiderarse y reconsiderar lo externo. En algún rincón, en algún resquicio de ese infierno personal están la fuerza y el amor para conseguir esa reconsideración propia, desde donde retomar la autoestima minada y reconvertirla en instrumento de energetización de las emociones propias, y en un dar desde el todo. Sin amarse a uno mismo, es imposible hacerlo a los demás.



El mejor viaje de la vida de una persona es aquel que se hace hacia sí mismo, un viaje colmado de aventuras y desventuras, encuentros y desencuentros, pero que como cada viaje, nunca dejará indiferente. La sensación de renovación compensa con creces todas las vicisitudes de emprender el camino, un camino que nunca acaba. Una vez empieza, ya nada es igual, nada se detiene; la inmovilidad personal adquiere un tono de transitoriedad, tan deseada como necesaria.

Aprender a aceptar todo lo que somos y todo lo que portamos, es parte del aprendizaje. Y eso incluye cada aspecto de la vida, cada átomo, cada respiración, cada cosa, cada pensamiento. La vida es imprevisible y lo más que podemos hacer es dejarnos fluir, vivenciar en la flexibilidad, aceptando lo que acontece, que no resignándonos, y dejándonos sentir muy dentro la alegría, la tristeza, la emoción…

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