martes, 15 de febrero de 2011

El desamparo sale caro

Me llega hoy un reportaje escalofriante de El País: "Lo tienen todo, excepto a sus padres". Es revelador tan sólo el titular. Cuando lo leo, lo primero que se me viene a la cabeza es la conferencia de Laura Gutman en Madrid el pasado septiembre, Nuestras infancias reflejadas. Tristemente una vez más compruebo aquello que por obvio resulta a veces difícil de ver para ciertas mentes obcecadas en considerar el género humano en general como mera mercancía, como sujetos de producción, ensalzando el materialismo hasta cotas impensables, negando las necesidades a nivel emocional de los niños, y con ello la indudable importancia de la infancia en el futuro adulto.

También me acuerdo de las lecturas de Alice Miller y otros autores que han indagado tanto para comprender cómo influyen los primeros años de la vida de las personas; me acuerdo de John Bowly y su Teoría del Apego, y pienso si realmente tenemos que formular teorías para explicar lo evidente. Y lo evidente es que somos humanos, que nacemos de una madre, que necesitamos sus brazos, su pecho, su calor y más tarde también necesitamos que ambos padres, o cuidadores en su defecto, sean amorosos, que escuchen y ofrezcan cariño incondicional y sin medida, sin tiempos "de calidad". ¿Qué invento es ese? Como se dice en el reportaje, los niños necesitan tiempo, a secas, sin calificativos. Recibir mirada y consideración porque sí, sin relojes y sin objetivos tangibles. La emoción no se cuantifica en unidades de nada.

Laura Gutman aborda muy bien la temática del adolescente perdido yendo a la raíz más profunda del problema, a los primeros momentos vividos sin los merecidos brazos, cuando uno llega a sentir que no es digno de ser amado porque tantas llamadas no fueron respondidas a tiempo. En la adolescencia aquello aflora con mucha intensidad.

Las consultas de los psicólogos y psicoterapeutas están repletas de adultos incompletos, o dispuestos a adentrarse en los submundos no reconocidos, y ahora llegan estos adolescentes que parecen no tener rumbo, porque ni siquiera lo conocieron en su más tierna infancia, tan llenos como parecían estar de insustancialidades pero carentes de lo esencial: amor incondicional y mirada sincera. Si uno no lo recibe, por corta que sea su edad, piensa que no lo merece y aprende que el mundo es un lugar hostil, entonces no hay nada que perder. Es verdaderamente terrible, pero me sigue sorprendiendo que con todo lo que la ciencia nos dice acerca de la importancia del contacto y el cariño, aún se cuestionen prácticas que lo fomentan por miedo a "malcriar" (qué término tan mal usado) o acostumbrar mal (¿a qué?). Yo estoy acostumbrada a que mi pareja sea cariñosa y esté atenta a mis necesidades. ¿Por qué con un niño eso está mal? Sobran las respuestas, ¿no? No quiero ni pensar en un mundo lleno de gente desapegada y sin esperanza.

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