Carta de Carlos González
Tengo en mis manos el libro La crianza del niño. Lecciones de puericultura, del Dr. Enrique Suñer Ordóñez, publicado en San Sebastián en 1939. El Dr. Suñer había fundado en 1923 la Escuela Nacional de Puericultura, y tras el triunfo de Franco fue de nuevo director de esa institución y del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos de España.
En su libro, entre muestras «de recuerdo, admiración y cariño a S. E. el Jefe del Estado, a nuestro Generalísimo», propone separar de sus madres a los hijos de las viudas de guerra «rojas» para darlos en adopción a familias «nacionales» o ingresarlos en instituciones:
[…] destacar la conducta que es menester seguir con aquellos niños de nuestros enemigos de hoy; de los huérfanos de padres que dentro de nuestro territorio recibirán seguramente de sus madres la inoculación de un rencor tan profundo como inextinguible. […]
¿Deberemos dejar todas estas almas infantiles y juveniles en contacto íntimo con la fuente del veneno causante del odio?
Claro que no. […] Este odio hay que borrarlo; este veneno es menester a todo trance neutralizarlo con el único antídoto que puede hacerlo inactivo: con el empleo de una profunda caridad encomendada a nuestras mujeres, las de nuestra España, las que albergan nuestros sentimientos. Un esfuerzo inmenso pide la Patria a nuestras familias. Este esfuerzo es el de la adopción en los propios hogares a ser posible, en los establecimientos en donde se vigilen a los alojados desvalidos, como madrinas o madrecitas, prestándoles afectos, asistencia y cuidados como a los hijos propios.
La adopción de estos hijos del enemigo que nos odia será la única manera de combatir el gran problema nacional que nos amenaza en la post-guerra.
Lo que otras dictaduras hicieron de forma clandestina, el secuestro sistemático de los niños de la oposición, en España se hizo a la luz y se puso por escrito.
Tal vez fue así como entró en nuestro sistema de atención a la infancia la idea de que ciertas madres son peligrosas para sus hijos, no porque les vayan a maltratar, sino simplemente porque les van a educar mal. La idea de que ciertos niños estarían mejor en una «buena familia», o incluso en una institución, que con sus madres. Una vez establecida, esa idea se puede aplicar a otros casos, y servir de justificación moral para otras actitudes.
En ningún momento ha habido una condena, una ruptura, una solución de continuidad en nuestro sistema de atención a la infancia. Treinta años después, los mismos que tras la guerra habían secuestrado hijos de «rojos», u otros profesionales más jóvenes, discípulos o subordinados de los anteriores, secuestraban a otros niños para darlos en adopción. No eran monstruos, simplemente se creían en posesión de un conocimiento superior y de un derecho superior. Ellos «sabían» que algunos niños, especialmente hijos de mujeres pobres o de madres adolescentes o solteras, iban a ser desgraciados; y por tanto «podían» separarlos de sus madres para buscarles una buena familia. Eso necesitó la complicidad o el silencio de cientos o miles de profesionales, que difícilmente hubieran podido conciliar el sueño cada noche si no hubieran sido capaces de convencerse a sí mismos de que estaban justificados, de que todo era por el bien del niño.
Y de nuevo, treinta años después, esos mismos profesionales u otros más jóvenes que han sido sus discipulos y sus subordinados siguen separando a los niños de sus madres, sin escrúpulos, sin vacilaciones, sin remordimientos. Porque siguen creyendo que los niños están mejor lejos de sus madres.
El caso de Habiba no es ni mucho menos único. Los he visto con mis propios ojos, he hablado con sus abogados, compañeros pediatras me han explicado su frustración cuando una madre de escasos recursos rechaza la idea de ir a solicitar una ayuda a los servicios sociales «no, allí es donde nos quitan a los niños». En internet encontrará relatos de madres y de hijos:
El problema es que nuestra legislación permite a las instituciones de atención a la infancia llevarse a los niños sin obtener primero la orden de un juez. Tienen potestad absoluta, y luego son los padres los que deben, en todo caso, acudir a los jueces para pedir que les devuelvan a sus hijos, lo que ha ocurrido muchas veces, pero siempre demasiado tarde y cuando los niños ya han sufrido graves daños psicológicos.
Véase por ejemplo la Guía Básica de la Dirección General de Atención a la Infancia y a la Adolescencia de la Generalitat de Cataluña:
En la página 13 se explica la diferencia entre «menor maltratado» y «menor desamparado»; en este último caso «se aprecia cualquier forma de incumplimiento o de ejercicio inadecuado de los deberes de protección establecidos por las leyes en la guardia de los menores o faltan a éstos los elementos básicos para el desarrollo integral de su personalidad».
La situación de desamparo se declara mediante «resolución motivada del organismo competente de la Administración […] Se notifica a las partes afectadas y al Ministerio Fiscal para que se garanticen los derechos de los afectados».
«La declaración de desamparo comporta la asunción automática de las funciones tutelares sobre el menor por parte del organismo competente (DGAIA). Implica la suspensión de la potestad del padre y de la madre o de la tutela ordinaria durante el tiempo de aplicación de la medida. La DGAIA puede delegar la guardia del menor que ha tutelado».
Es decir: son los funcionarios los que declaran el desamparo, por motivos tan inconcretos como «cualquier forma de ejercicio inadecuado»; no tienen que pedir autorización al Ministerio Fiscal para hacerlo, sino sólo informarle después de haberlo hecho, y pueden quedarse al niño o pasárselo a quien ellos quieran.
No estamos hablando de proteger a un menor porque ha sufrido malos tratos. Basta con que detecten lo que ellos llaman una «situación de riesgo». Ya hablar de un «riesgo de malos tratos» daría escalofríos. ¿Se imagina que se pudiera detener a alguien que nunca en su vida ha robado un banco porque existe «un riesgo de que robe un banco»? Si estuviésemos hablando de un riesgo de malos tratos, sería el único caso en que, como en las películas de ciencia ficción, se puede castigar a un futuro delincuente antes de que cometa el delito. Pero es que ni siquiera se trata de eso. No hace falta sospechar o temer malos tratos ni ningún otro delito. El «riesgo» es un riesgo genérico e indefinido, no se sabe de qué, tal vez de que el niño sea «malcriado», o no se «socialice» adecuadamente, o vaya a saber de qué. Riesgos que, de materializarse, no constituirían un delito.
¿Y a quién le pasan las instituciones el niño así «amparado»? Pues habitualmente a un centro privado concertado que cobra por menor y al que interesa, como a los hoteles, conseguir la máxima ocupación posible. Sólo que el centro de menores cobra mucho más que un hotel.
Aquí pueden ver una estadística sobre más de 8000 niños «protegidos»:
El 47,6% se protegen en su propia familia. El 18,3%, en una familia ajena, en acogimiento o adopción. El 34%, 2.785 menores, en centros de asistencia.
Pero los costes son muy distintos, según el informe de junio de 2009 del Síndic de Greuges, el defensor del pueblo catalán:
Como puede ver en la página 236, la administración gasta 1.275 euros al año por cada niño acogido en la propia familia, 2.597 euros al año por cada niño acogido en su familia extensa, 3.129 euros por cada niño dado en acogimiento o adopción, ¡y entre 30.000 y 40.000 euros al año por cada niño internado, según el tipo de centro!
Saldría mucho más barato dar una ayuda económica a las familias sin recursos que quitarles a los niños. Pero nuestro sistema desconfía de las familias, sobre todo de las familias pobres, y prefiere gastarse el dinero en centros controlados por profesionales.
Extraído de todossomoshabiba.blogspot.com
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