martes, 21 de junio de 2011

Lección de Vida, por Susana Martín Jiménez

Estreno la sección de Relatos con uno muy especial; no es mío, es de mi querida amiga Susan, en el que narra su experiencia de lucha personal a muerte y contra la muerte, y es tan sincero como desgarrador y vitalizante. Por ella y para ella.

Aquel año par comenzó con una gran alegría que mi cuerpo evidenciaba con grandes y descaradas curvas. Ya todos sabíamos que mi bebé nacería a finales de ese verano. Mamá siempre dijo que sería niña. Y a Mamá no le discuten ni los nonatos, por lo que el ecógrafo confirmó dos cosas: que era niña y que no merece la pena llevarle la contraria, casi siempre tiene razón.

Así, siguieron las cosas sin más problema durante los primeros seis meses de aquel año inolvidable para todos nosotros.

Mamá. Por entonces, volvió a estudiar. Tuvo una infancia dura, perdida en horas de trabajo y no en el patio de la escuela, como hubiera sido menester. De mayor, trabajó muchísimo más y no siempre en las mejores condiciones. Cuando lo contó en casa a todos nos encantó la idea de que volviera a los estudios y la animamos mucho, era su sueño y ya era hora de cumplirlo, la economía en casa no la necesitaba ya, afortunadamente. Además, ella puede hacer todo lo que se proponga porque su carácter jovial, la lleva a conseguir todo, su fuerza vital es insólita y sanamente envidiable.

Papá. Trabajando. Es la contestación que te da un niño pequeño si le preguntas, pero es lo que había hecho papá desde los quince años, “chupatintas” como él llama a su oficio. Y él estaba bien así. Aunque el paso del tiempo, su responsabilidad, su buen hacer y su buena planta, que todo hay que decirlo, tan alto y canoso, a pesar de su juventud, le han llevado a trabajar trajeado y fuera de la oficina, chupando menos tinta.

Mi Hermano. Estudiaba Derecho y trabajaba a la vez, dejándose salud en el camino, y no tanto física como mental, aunque su gran inteligencia y su fino ingenio le han llevado a superar siempre las adversidades, disimulando con elegancia el sufrimiento, porque hasta eso a este chico le queda bien. Además de ser un encanto, ha heredado la buena planta de Papá. Por todas estas aptitudes y alguna más, no le fue difícil encontrar pareja. Desde muy joven, tiene a su lado a una persona muy especial, que siempre le fue de gran apoyo, y en muchas ocasiones, no sólo a él, también a todos nosotros: su mujer. No podíamos  imaginar que aquella jovencita de diecisiete años, tan alta, tan delgada, tan tímida y con esos tremendos y expresivos ojos azules, iba a ser tan importante en la vida de todos nosotros, aportando inteligencia y serenidad, paciencia y ternura.

El Padre. Y con él, una de tópicos: la Paternidad hace feliz al ser humano. A mi entonces marido sí, desde luego. Llevábamos juntos casi toda la vida y nuestro bebé era la culminación de todo lo bueno que hasta entonces y un tiempo después hubo entre nosotros. Él trabajaba en su comercio con más ilusión que nunca, porque, la verdad es que le había costado lo suyo convencerme para que tuviéramos un hijo, y culminaban todos sus grandes anhelos con este próximo nacimiento.

Y yo, pues se puede imaginar, con las molestias y el engorde que da el estado de buena esperanza, pero disfrutando de esa experiencia única e incomparable que nos brinda la vida.
Todo era perfecto.
La primavera lucía en todo su esplendor. Era el mes de Mayo y Mamá  preparaba la celebración de su cumpleaños. Siempre comemos juntos en los cumpleaños, pero el de Mamá es especial por ineludible. Otro síntoma de que lo nuestro es un matriarcado. Además, a ella le encanta que estemos todos reunidos, con excusa o sin ella, con mayor razón ese día. Pero esta vez, Mamá no estaba a gusto, no era feliz. Era una prueba más de que Ella es especial y muy intuitiva. El instinto maternal creo que también tuvo que ver. Las Madres protegen a sus crías del peligro, lo intentan, soy madre y lo sé. Mi mal color de cara le dio la primera pista. No era un rasgo más del embarazo. Era algo más. Mamá calló sus miedos. Guardó silencio.
 A esa fiesta familiar yo acudí con dos invitados invisibles: a uno lo conocía por ecografía; al otro, estaba a punto de conocerlo...
            Días después, descubrí que en mi cuello algo no estaba como siempre: tenía un bulto. Al principio no le di demasiada importancia, pensé que era un ganglio sin más y que se quitaría. Pero no desaparecía, muy al contrario, crecía cada vez más. Lo consulté con el médico que me llevaba en el embarazo, muy asustada porque pensaba que era malo para mi bebé. Mi médico me mandó inmediatamente al hospital.
No podían darme un diagnóstico concreto si no me hacían las pruebas pertinentes. Me dijeron que fuera lo que fuera mi enfermedad, no afectaba a mi bebé ni se le traspasaba por la placenta, por muy grave que fuera, pero las pruebas sí podrían perjudicar a mi niña. Así pues, bajo mi responsabilidad, firmé un documento negándome a hacerme ninguna de esas pruebas hasta que mi Hija naciera.
Y todo empezó a cambiar...
Mamá dejó de estudiar para estar conmigo en cada médico, escuchando, callando. Una doctora de medicina interna dio la voz de alarma: podía ser un tumor. Y Mamá, aguantaba la embestida de la vida, escuchaba, callaba.
 La Grandeza de mi Madre, de mi Familia, radica en el siguiente hecho: ninguno de ellos me discutió ni siquiera por un momento que decidiera esperar, esperar a ser madre para diagnosticarme y tratarme cuanto antes un posible tumor. Estaba claro que yo ya había decidido entre la vida de mi bebé y la mía propia. No pensé en ellos y todos lo sufrieron, cada uno a su manera, pero respetaron mi elección. Mamá sufría callada...
La vida cambió de nuevo. La luz reapareció, apuñalando con daga de oro la primera  madrugada de septiembre: nació mi Hija. Y la vida mereció la pena. Entonces tuve claro que nada ni nadie arruinaría ese momento. De alguna manera y sin saber por qué, estaba preparada para todo. Todo por mi Hija, todo y más.
Cuando mi Hija vino al mundo, el desconocido que cohabitó con ella en mi interior, ése que no salía en las ecografías, se quedó solo, de manera que ya podía moverse a sus anchas por mi organismo, aprovechando además la debilidad que deja un embarazo y su correspondiente parto. El ser avanzaba a velocidad de vértigo para hacerse con todos mis viscerales territorios. Los médicos, ya libres para investigar mi dolencia, corrían para diagnosticarme, porque sabían que el tiempo iba en mi contra y que se había perdido mucho ya durante mi gestación. Y llegó el día de la noticia.
El Cáncer. Cuando los doctores lo confirmaron, Papá y mi Hermano estaban conmigo, pero yo no les veía, las lágrimas silenciosas que brotaban de mis ojos, me lo impedían. Me quedé inmóvil, fría, casi muerta. Mi mente me abandonó por un instante, salió de aquella consulta, no podía ser, cáncer, muerte... La doctora hablaba pero no la oía. Me sentí en un limbo infinito, desolada, perdida, muda y, a pesar de estar bien acompañada, rodeada de los míos, sentí la soledad más absoluta. Nunca me había sentido así. ¡Tan sola!
 Pero, en ese momento, oí algo que me sacó bruscamente de aquella oscuridad en la que estaba sumergida. La doctora dijo que ellos tenían mi tratamiento y que sería muy efectivo si yo les ayudaba. Mi cáncer se curaba. Y, mejor aún, mi curación dependía en gran medida... ¡de Mí! Y entonces volví, volví a ser yo y pensé que tenía veinticuatro años, una Hija preciosa que acababa de nacer, una familia maravillosa que me adoraba y a los que yo adoraba, que se dejaban la piel por ayudarme, porque los médicos les dieran soluciones. En resumen, una vida estupenda y... ¿“cáncer” no era “muerte”? ¿Vivir dependía de mí? Y ver crecer a mi Hija, por la que aposté desde antes de nacer, ¿también? Cuando la respuesta a todas estas preguntas por parte de mis médicos fue “Sí”, justo entonces, vi un esplendor de luz en la penumbra, como cuando nació mi Niña y, así, le gané la primera batalla al cáncer.
El Médico. En octubre me presentaron al médico encargado de tratarme la enfermedad. Hasta entonces había pasado de uno a otro sin que me llamaran especialmente la atención ninguno de ellos. Pero él era el Médico. Podía curarme el cáncer y, para mí, eso ya le convertía en un Semi-Dios. No me hacía falta la Fe. Su trabajo lo veía a diario. El otro Dios, del que hablan los curas, no tenía sentido para mí. De hecho, si alguna vez estuvo en mi vida, no lo recuerdo. Mi Médico era mi Dios, mi Salvador. Su hierático gesto servía para reforzar mi idea, aunque también me daba miedo. Su sola presencia me hacía temblar, su voz me helaba la sangre, eran bruscas sus palabras y eran Ley, porque el cáncer hablaba conmigo a través de ellas. Yo no sabía nada, Él lo sabía todo. Confiaba en Él.
El Tratamiento. Con él descubrí lo que significaba estar enfermo de cáncer: el cáncer no es lo peor, lo peor es su tratamiento. No por su efecto final, porque, al fin y al cabo, es capaz de destruir a todo un cáncer, sino por sus efectos secundarios. Me di cuenta de lo mala que tenía que ser mi enfermedad para tratarla con un veneno tan potente como ése. Vómitos imparables durante horas, cuatro grados de subida de fiebre en media hora, temblores, dolores, envenenada desde el último pelo de tu cabeza hasta las uñas de tus pies, si es que te deja alguna de las dos cosas, porque te tira todo. Bueno, a mí no. Hasta en esto era privilegiada. Conservaba mi pelo, mis cejas, mis uñas. No era normal en la consulta y mis compañeros de males me lo echaban en cara, allí la rara era yo, estar pelón era lo protocolario. Hay normas que nunca me han gustado, ¿qué le voy a hacer?
Y, a todo esto, ¿y mi Gente, mi Familia?
Papá vino muchas veces conmigo al hospital. Era en el que más me apoyaba en esos momentos, era Papá, siempre me protegía, ¿quién mejor para acompañarme en la batalla? Pero cuando ya me vi fuerte para llevar sola el momento quimio, le dije que no viniera más, ya que tenía que dejar su trabajo cada vez que me acompañaba y no convenía, la verdad. Además, yo no quería que viera todo aquello más de lo necesario. Dolía.
Mi Hermano era mi “abrazador” de cabecera. Tal cuál. No había nada mejor para ciertos momentos que sus abrazos tan cálidos, tiernos y acogedores. No había palabra de aliento ni persona capaz de ayudarme tanto cuando lloraba, cuando me desesperanzaba, cuando me hundía como los brazos de mi Hermano, sólo los suyos.
Mi entonces marido estaba en estado de “shock”. No fue capaz de asumir mi enfermedad. Nunca tuve su apoyo. Se negó en rotundo a creer que yo estaba tan grave y, con ello, cualquier evidencia de que mi cáncer era cierto. Por ello, nuestra relación de pareja estuvo también a punto de morir entonces. Murió con los años...
Mi Hija crecía sana y feliz, ajena a toda aquella vorágine de lucha, miedos y sentimientos entremezclados de todo tipo que envolvía su Familia y su hogar, gracias en su mayor parte, a Mamá...
Mamá aguantaba estoicamente la embestida más fuerte que jamás hubiera imaginado que la vida le diera nunca. Ella había pasado mucho, de todo, pero nada como esto. Tan malo, tan injusto. Su dolor era inmenso, inaguantable, pero interno. Era imperceptible para mí. Es la Grandeza de Mamá, de nuevo. Sólo Ella era capaz de mirar a su joven hija con su bebé recién nacido en brazos, diciéndola que si ella moría, cuidara de su nieta. Su alma se desgarraba, se desangraba, quería desvanecerse, seguro. Pero no lloraba. Y  sé que no lloraba para que a mí jamás se me pasara  por la cabeza siquiera la posibilidad de que podría morir. Para que ninguna mala idea me invadiera de pronto y dejara de luchar por mi vida. Mamá siempre apostó por mí, y a Mamá no se le discute nada...
Mamá me hablaba de Vida. Me decía lo bonita y fuerte que era mi Niña, lo bien que yo la cuidaba, a pesar de mis días malos. Y se aferraba conmigo y con mi Niña a cada momento feliz que pasábamos juntas. En el parque, se tiraba en la hierba con nosotras, y jugaba con mi Hija, y se reía. Y no lloraba...
Entonces entendí que, definitivamente, ése era el sitio de Mamá durante mi enfermedad, con mi Hija. Ella quería estar conmigo en las interminables sesiones de quimio pero le era imposible. Ésa era la idea. Quise evitar a toda costa que mis seres queridos fueran testigos directos de mis envenenamientos hospitalarios y del de mis demás compañeros de males.
Una vez, sí lo permití, es más, lo exigí como tributo. Un familiar mío tenía que ver aquello: mi Marido. Él tenía que tomar conciencia de la realidad y ésa era la mejor manera, viviendo en directo una de mis doce sesiones de tratamiento. Mi matrimonio se curó ese día, una sesión fue suficiente. No estaba tan mal. Yo necesité doce.
Cuando volvía del hospital, en casa me esperaban siempre Mamá y mi Hija. El veneno me dejaba el tiempo suficiente para darles un beso y achuchar un momento a mi bebé. Luego, se apoderaba de mi mente y de mi cuerpo. No soy capaz de expresar con palabras lo que se siente cuando el tratamiento del cáncer empieza a hervir en tu interior. Lo tienes que pasar. Lo sabemos más gente de la que me gustaría.
Pero el asco del sabor a vómito y la debilidad, no podían con mis ganas de vivir, mi fuerza, mis ganas de luchar. Nada podía conmigo porque era una privilegiada. Porque era el tuerto en el país de los ciegos, porque yo volvería a ver luz a pesar de todo, mientras a mí alrededor, las personas sufrían para morir irremediablemente. Yo no. Lo tenía claro. Tenía la oportunidad y no la desaprovecharía, por encima de todo...
...y, en ocasiones, de todos. Sí, lo reconozco ahora que lo veo en perspectiva. Tan enfrascada en la batalla estaba que veía enemigos en todas partes, en todas. Mamá lo pagó más que nadie por estar siempre a mi lado, en todo momento, bueno o malo. Así, llegué a echarla de mi habitación cuando intentaba cuidarme. No quería que me viera sufrir, no quería verla, rechazaba a gritos su ayuda. Lo siento. Sólo quería quedarme sola con mi enemigo y pelear. Pero Mamá seguía allí, a pesar y por encima de todo. A mi lado siempre.
Así pasaron los seis meses y medio peores de nuestras vidas.
Confieso que los años impares son mis preferidos, aunque el nacimiento de mi Niña iluminó por completo el oscuro año par que acababa de terminar. Llegó el impar y su mes de Mayo. Mamá cumple años ese mes y desde entonces, y aunque nací en Enero ¡yo también! El doctor dijo que estaba curada. Es más, me curé tan rápidamente que terminé el tratamiento antes de lo previsto. Me comí el protocolo. Bien.
Fue el mejor regalo de cumpleaños que Mamá podía esperar. Pero es que nadie lo merecía más que ella. Había permanecido en todo momento al pie de mi sufrimiento y disimulando el suyo, con la mejor de sus sonrisas aún estando machacada por dentro.
Jamás olvidaré el ramo de rosas que mis Padres me regalaron aquel día, son mis flores favoritas. Sentí entonces el orgullo del ganador. Me sentía tan bien. Fue un momento especial. Y, entonces, Mamá rompió a llorar. Era por fin su momento. Ya no había nada que perder. Se había ganado todo.
Y todo fue volviendo a su antigua normalidad, quitando la incorporación de las revisiones médicas a mi vida, que, aunque el paso del tiempo las va espaciando, debo confesar que siguen siendo desagradables,  aún después de trece años.
Porque llevo trece años curada y quiero decir y en justicia lo haré que, a pesar de todos los sinsabores que conlleva el cáncer, he aprendido mucho bueno de él, quitando el dolor y la muerte que he visto alrededor. Y es que no cambio nada por haber descubierto la Grandeza del Ser Humano. Cómo somos capaces de plantarle cara a las adversidades, camuflando lo malo para reírnos con lo bueno. Cómo sacamos fuerzas de donde ni nosotros sabíamos que las teníamos. Cómo damos un paso más cuando parece que no hay camino, y apoyamos el pie en la tierra. Cómo unen los problemas comunes, tengan o no solución, luchamos todos, luchamos juntos. Y que es verdad que mientras hay vida siempre hay esperanza. Nunca rendirse y, cuando ya no puedes más, sólo vale aferrarte a lo que más quieres, querer y dejarte querer. Siempre hay que soñar con volver a ver el sol a la mañana siguiente, siempre. Porque la vida merece la pena.
Mamá volvió a estudiar, pero la verdadera lección la dio Ella. Nunca tendré a mano las palabras suficientes para enaltecerla lo que merece, ni el cariño suficiente para quererla como merece. No sé si yo como madre aguantaría lo que Ella soportó con tanta dignidad. Ella es muy especial. Por Ella cuento mi historia. Sé que va a llorar. Tiene mucho llanto guardado.
Olvidé decir que mi Médico nos comentó que el tratamiento podría haberme dejado estéril. Era una posibilidad. Aunque yo ya le había cogido cierto regusto a cargarme los protocolos. Por cierto, que mi Médico ya era más cálido. No necesitaba ya ser el fiero General en la batalla. Une mucho ganar las guerras juntos. Y nosotros así lo habíamos hecho.
 ¿Protocolo? ¿Y eso qué es?
Mamá siempre dijo que era niño. Y a Mamá no le discuten ni los nonatos, por lo que el ecógrafo confirmó dos cosas: que era niño y que no merece la pena llevarle la contraria. Mamá casi siempre tiene razón. Se llama Manuel…

Dedicado a mi Familia, muy especialmente a mi Madre, por darme la vida y a mi Hija, por devolvérmela cuando pude perderla. Gracias a todos los que estuvieron y a los que ya se fueron, a los que están ahora, a los que siempre están y, como dice la canción...
“Gracias a la vida, que me ha dado tanto...”

Susana Martín Jiménez

2 comentarios:

  1. Muy conmovedor. Sabía tu historia,pero nunca, te das, verdadera cuenta, hasta que alguien cercano lo sufre y te lo pone delante de los ojos. No sabes, cuanto me alegro de que todo quedra en una amarga experiencia. Afortunada tú, que tenías una familia y la dejaste estár a tu lado.

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